El 5 de noviembre del presente año tuvimos el privilegio de entablar un diálogo con el viento. Al principio, la conversación parecía seca, distante; el viaje había sido largo. Tres horas de carretera, cuatro meses de preparativos administrativos y casi dos años y medio de estudio en aulas y pupitres. Matemáticas, literatura aplicada a la ingeniería y modelos computacionales nos guiaron en la búsqueda de satisfacer la creciente demanda energética con los recursos generosos del medio ambiente.
Estudiamos el comportamiento mecánico del viento sobre los sólidos, evaluado la viabilidad económica de una planta eólica y profundizando en el diseño aerodinámico de las alargadas palas que dan forma a estos gigantes. Sin embargo, su existencia aún parecía lejana, casi mítica, limitada al lenguaje de ecuaciones y diagramas.
Fue entonces cuando el parque eólico PIER II de Iberdrola, en Puebla, abrió sus puertas y nos permitió acercarnos a un aerogenerador. Invade una emoción indescriptible el estar parada frente aquellas colosales máquinas de viento. De repente, todos los conceptos vistos en clase se materializaban ante nuestros ojos, como la narración didáctica de un cuento dibujado en el cielo. Un imponente rotor se elevaba a más de 60 metros de altura y tres extremidades metálicas alargadas rotaban con elegancia, trazando patrones invisibles sobre un armónico lienzo de corrientes de viento.
El silbido de la estela que dejaban atrás, resonaba con la delicadeza de un metálico roce atmosférico. Una blanca torre conectaba ese movimiento armónico con la tierra, anclándolo a la realidad que antes parecía tan remota. Aún no sé si fue la emoción o el viento recorriendo nuestro cuerpo, pero incluso ahora, al recordarlo, un escalofrío me recorre de pies a cabeza; alimenta el deseo de querer entender la lengua natal del viento.
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